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Akira: más allá de la obra de culto

Autora: Macarena Navarro


Neo-Tokio, año 2019. Japón, un país reconstruido tras la III Guerra Mundial, vive tiempos de crisis y grandes conflictos políticos. Bajo el mando del ejército, un grupo de científicos realiza experimentos con niños para obtener el arma militar definitiva. Estos experimentos humanos poseen poderes psíquicos y la capacidad de predecir el futuro, por lo que el ejército los mantiene custodiados en laboratorios secretos.


Tetsuo y Kaneda, dos adolescentes que pertenecen a una banda de moteros llamada The Capsules se enfrentan a su banda rival, The Clowns, por las calles de la ciudad. Tetsuo sufre un grave accidente al chocar con uno de estos experimentos humanos, un niño de aspecto anciano que había logrado escapar. El ejército, que secuestra al joven para realizarle pruebas médicas y experimentar con su cuerpo descubre que el cuerpo de Tetsuo concentra un poder incalculable, lo que cambiará completamente su carácter y le proporcionará poderes paranormales nunca antes vistos por los científicos del gobierno. Kaneda, el carismático líder de la banda y mejor amigo de Tetsuo, no parará hasta saber qué han hecho con su compañero, mezclándose con conspiraciones gubernamentales y grupos terroristas en su camino por conocer la verdad.


Hablar de Akira es hablar de una obra cyberpunk casi sin precedentes que se asentó dentro del imaginario japonés como pocas creaciones lo habían hecho anteriormente. Así, y aunque en este artículo vayamos a hablar de la película de 1988, resultaría completamente inútil intentar explicar la magnitud de esta obra audiovisual sin hablar previamente del manga a partir del cual se concibió.


De esta forma, la publicación de Akira marcó uno de los grandes hitos de la historia del manga japonés ya que su autor, Katsuhiro Otomo, consiguió crear una pieza maestra que desde la aparición de sus primeros capítulos en 1982 pasó a ser una obra de culto para el público nacional. En 1988 empezó a publicarse en Estados Unidos bajo el sello de Marvel y el éxito fue tal que siempre se ha considerado como el primer acercamiento real del público occidental al cómic japonés. La fecha de su publicación no es circunstancial, ya que coincide con la del estreno de la película de animación homónima, un hecho que sin duda fue clave para la popularización de esta obra.


Desde el principio el propio Katsuhiro Otomo (que ya había participado en la adaptación cinematográfica del manga Harmagedon: Genma Wars) quiso asegurarse, primero de que todo el control creativo residiría en su persona y, después, que la calidad de esta producción estaría a la altura del manga y no tendría precedentes en la historia de la animación y del cine japonés en general. Con el objetivo de conseguir la financiación necesaria se creó el Comité Akira, un consorcio de ocho empresas que financiarían el demencial proyecto que Otomo tenía entre manos. La productora cinematográfica Toho, Bandai, Laserdisc Corporation, el grupo Sumitomo, la editorial Kodansha, Mainichi Broadcasting System, TMS Entertainment y Hakuhodo Incorporated gastaron 1000 millones de yenes (10 millones de dólares) en Akira. Esta cifra, quizá insignificante en términos Hollywoodienses, es muy significativa dentro del campo de la animación japonesa y la convirtió en la película más cara hasta la fecha en el país nipón (solo hay que tener en cuenta que el presupuesto de Mi Vecino Totoro, otro clásico de la animación que el Estudio Ghibli estrenó simultáneamente ese mismo año junto con La Tumba de las Luciérnagas, no llegó a los 4 millones de dólares).


El resultado final de todo este trabajo hizo también historia a nivel técnico: Akira fue un largometraje de 2.212 planos extremadamente cuidados y 160.000 dibujos con una dedicación extrema en los detalles para los que utilizaron una paleta de 327 colores, 50 de los cuales fueron creados expresamente para la película con el objetivo de recrear los ambientes nocturnos que predominan en la historia. Akira destrozó las convenciones del género, tirando por la borda cualquier relación mental entre la animación y la simpleza técnica.


Argumentalmente, y como la película se estrenó antes de que Katsuhiro Otomo terminase el manga, se decidió que el desarrollo argumental y el final del largometraje fuera distinto al de la historia original, que terminaría su publicación años después.


Akira es una película coral en la que cada personaje tiene una historia independiente y un carácter marcado y diferenciado, aunque sin caer en los arquetipos más evidentes. Si Kaneda, el joven carismático que parece el verdadero personaje principal de la historia al ser retratado a menudo como el “héroe” que hace todo lo posible por salvar a su mejor amigo, es el líder nato y el centro del mundo que le rodea, Tetsuo es el adolescente que vive permanentemente en la sombra que proyecta su compañero de la infancia, secretamente frustrado por no conseguir superarlo nunca. Sus nuevos poderes, adquiridos tras el accidente, le ofrecen por primera vez en su vida la oportunidad de destacar, de forma que se somete a ellos sin entender la magnitud de sus acciones. En realidad, ambos jóvenes representan las dos caras de una misma moneda: adolescentes en un mundo en crisis que intentan sobrevivir por todos los medios en un mundo que los desprecia, para lo que tendrán que estar dispuestos a elegir aquello que deben sacrificar en su camino. Los lazos emocionales que atan a los dos adolescentes, la posibilidad de que estos no signifiquen nada en el mundo de los adultos, es aquello que deben superar como parte de su proceso de madurez.


De forma global, el Neo-Tokio de la película es (intencionadamente) un reflejo de los problemas del mundo real llevados a sus últimas consecuencias: la sociedad de Akira es un universo enloquecido por la violencia y la corrupción tras la III Guerra Mundial. Los restos de este conflicto nos recuerdan inevitablemente a los desastres nucleares de Hiroshima y Nagasaki, dos hechos que, tal y como refleja la película, aún perduran en el imaginario colectivo japonés. Este mundo es también una crítica al sistema capitalista y, sobre todo, al imperialismo, dos agentes sociales que bajo el pretexto de la evolución y el progreso desdibujan todos los límites morales establecidos. Los poderes de Neo-Tokio, de espaldas a la sociedad que pide su derrocamiento, están incluso dispuestos a experimentar con niños pequeños para conseguir sus objetivos: los tres niños que vemos en Akira, envejecidos, continuamente entubados, psicológicamente inestables e incapaces de sobrevivir en el mundo real son las víctimas directas de sus ansias de poder, los inocentes que al final se hacen responsable del desastre que la ambición humana ha causado. Aun así y a pesar de los esfuerzos de unos y otros, la humanidad deshumanizada que nos presenta Otomo está inevitablemente destinada a la aniquilación más absoluta.


Akira no es una obra de esperanza, sino de advertencia, un espejo de aquello en lo que nos podrían convertir las guerras y la ambición. Ante tal nivel de profundidad, su influencia no es poca: por una parte, películas como Ghost in The Shell (otro de los nombres en mayúsculas de la animación japonesa) y producciones occidentales como Matrix e incluso la más reciente Stranger Things se han inspirado en ella para construir mundos propios que heredan las taras y las referencias visuales de aquel que construyó Otomo en Akira. Por otra, la magnitud de su éxito consiguió, por primera vez en la historia, romper todos los muros que separaban las obras de culto japonesas del público occidental, que durante los años posteriores y hasta la actualidad siguió nutriéndose activamente de numerosos agentes culturales y audiovisuales del país nipón.

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