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22º Festival de cine LGBT

Eran las cuatro y media de un soleado once de noviembre. El sábado se antojaba interesante para aquellos que tenían un buen plan que hacer. En el sur de la capital se encuentra el distrito de Arganzuela. Cerca del río Manzanares, símbolo de la ciudad madrileña, está la estación de metro de Legazpi, esa en la que es posible hacer un trasbordo entre las líneas amarilla y gris del metropolitano. Su salida da con una plaza que tiene el mismo nombre que la estación, convirtiéndose en el punto neurálgico del barrio. Aparte de una gasolinera, muchos vehículos y una gran multitud de gente, nada llamaba la atención. Sin embargo, tras cruzar dos pasos de cebra se encuentra el Matadero de Madrid.


En la entrada principal se podía ver a una periodista y un cámara. En las aproximaciones había gente variopinta, pero todos, diferentes e iguales, se dirigían al mismo sitio. Lugar que en su día fue famoso por ser el matadero oficial de la ciudad de Madrid, hoy es un punto de encuentro social y cultural. Sirve como plataforma de impulso para aquellos que no lo tienen tan fácil y adquieren visibilidad con los eventos que se realizan. Las explanadas entre los distintos edificios sirven a los niños y niñas como lugar en el que empezar a dar sus primeros pedaleos en sus pequeñas bicicletas o vivir sus primeras caídas al no controlar sus nuevos patines. Enfundados y protegidos con el kit del Decathlon que consta de rodilleras, coderas y cascos, los padres los vigilan desde una de las terrazas del circuito, mientras se toman algo para hacer la tarde más llevadera.

En los distintos recintos, que tenían las puertas abiertas, se podían observar muestras de arte contemporáneo, charlas de personajes ilustres o exposiciones de una temática concreta. Las hojas secas en el suelo, protagonistas de este otoño seco, ocupan gran parte del suelo del Matadero. Desde el 26 de octubre, este lugar de encuentro de personas y experiencias ha sido una de las sedes del Festival de cine LesGaiCineMad en su 22ª edición. Un festival querido por los espectadores que, año tras año, tiene gran éxito entre los madrileños.


El 11 de noviembre, tras pasar por la recepción de la Cineteca, en la que una chica joven, de ojos azules y un leve acento francés, vendia las entradas, los interesados de una de las proyecciones del día se dirigían a la sala de espera. Hay dos salas: Borau o Azcona. Los que iban a ver Cortos Internacionales II hicieron fila de a uno en la puerta de la primera de ellas. A las 17:15 se abrieron sus puertas. Los trabajadores rompieron las entradas de cada espectador y les dieron un papel con los títulos de los cortos que visualizarían y una serie de números del 1 al 10 con los que luego puntuarían cada uno de ellos. La sala Borau es una sala pequeña en donde caben, a lo sumo, poco más de cincuenta personas. Estaba a rebosar.


Tras una breve introducción de uno de los trabajadores del Festival, se presentaron a dos directores de dos de los cortos y a una de las actrices de otro. Sin más dilación, se apagaron las luces y empezó lo bueno.


El primer corto (Po Gladini de Blaz Slana) dura unos veinte minutos. Cuenta la historia de una pareja de gais eslovenos en la que uno de ellos vuelve a casa después de pasar un tiempo en Berlín. Sin embargo, allí ha pasado de todo. Mitja, el que ha viajado a tierras alemanas, intenta decirle a Bojan lo ocurrido, pero no es hasta una cena con sus amigos cuando todo sale a la luz: y es que ha mantenido relaciones sexuales con alguien y se ha contagiado de SIDA.

August in the City es el segundo de los seis cortos. August es una madre cincuentona, infeliz por no haber seguido sus sentimientos cuando era joven. Cuando su hija vuelve a casa por Acción de Gracias, esta lo hace con su novia. En el momento de las presentaciones, a modo de flashback, August viaja a lo que fue su pasado y recuerda a la mujer de su vida, con la que no tuvo el valor de emprender una relación por el miedo a la sociedad en la que vivían. Esta decisión fue la que cambió el porvenir de su vida y con ello, la que truncó su felicidad. Cuando vuelve al presente, sonríe y se alegra de que, al menos, su hija pueda serlo.

La gente aplaudió, con ganas de seguir viendo más. Sin embargo no serían los dos mejores visionado de la tarde.


Clímax, de Fulvio Balmer Rebudilla (uno de los directores en la sala) cuenta una historia particular a la que no se le suele dar tanta visibilidad. Larry se va a acostar con una chica, Cléo y cuando están a punto de intimar, se da cuenta de que ella no es como que este creía. Cléo es hermafrodita y eso le produce, al principio, cierto rechazo. Tras un profundo viaje en el que redescubre su identidad sexual y aprende a percibir de distinta forma el género, se adentra en una aventura con ella.

Los espectadores aplaudieron efusivamente –no se sabe si porque el corto era bueno o porque querían hacerle la pelota al director que estaba sentado en una de las butacas-. A la gente le gustó, pero lo mejor estaba por verse.


Y llegaba la hora del corto que más ternura dio a los asistentes. Pria de Yudho Aditya cuenta la historia de Aris, un adolescente gay, que vive en Indonesia. Su religión (musulmana) y la presión social (un compromiso con una chica que no quiere) le llevan a descubrirse a sí mismo y a darse cuenta de que él está enamorado de su profesor de inglés. A pesar de que él sabe lo que es la felicidad, a su alrededor se empeñan en mostrarle que esta es de otra manera. El final no feliz de la historia termina convirtiendo a Aris en víctima de las ideologías indonesas.

El quinto corto sirvió de transición entre los dos mejores cortos de la tarde. Separar de Mainak Dhar es la historia de una pareja de mujeres que, en lo que parecía que iba a ser una cena romántica, termina con peleas entre las dos, tirándose los trastos. Y es que, cuando una relación está acabada, no merece la pena seguir tensando la cuerda.

La sala no dejaba de aplaudir cada vez que un corto llegaba a su fin. El último visionado –y quizá el mejor- estaba a punto de proyectarse.


Máscaras de David San Juan (otro de los directores presentes) fue el broche final de estos Cortos Internacionales II. Cuenta como Lucas, un romántico que ya no cree en el amor por la poca suerte que ha tenido, se topa con Victor, un seductor. Lucas, se muestra cauto, pero este le promete todo. Tras pasar la noche juntos, se da cuenta de que ha sido engañado de nuevo. Sin embargo, esta vez, decide vengarse y lo hará de forma cómica y musical –la clave del corto-.

Al terminar, las luces se encendieron, pero esta vez los aplausos duraron más de un minuto. La gente se levantó y la sala se fue vaciando poco a poco. En la puerta esperaban parte del staff del Festival para recolectar los votos de los asistentes. Con ellos, se obtendría un ganador que se llevaría un premio valorado en quinientos euros. Los espectadores estaban contentos, conscientes de que habían disfrutado durante casi dos horas de un visionado exquisito. La sala se volvería a llenar veinte minutos después para la próxima proyección: Who’s gonna love me now?, un documental de Barak y Tomer Heymann.


Al salir de la cineteca, el cielo decía que ya era de noche. El frío hacía ya mella y meterse en el metro de Madrid –donde la calefacción está muy alta– se antojaba como el plan perfecto. Los que pasaron la tarde en el Matadero o los que se dirigían hacia él formaron parte de este LesGaiCineMad. Un Festival que, como otro año más, ha sido ejemplo de visibilidad, sociabilidad, normalización, inclusión e integración.


El doce de noviembre bajó el telón y se puso punto y final a dos semanas en las que se han expuesto magníficas obras audiovisuales que no se suelen poner –y deberían- en las grandes pantallas. Quizá, lo único que se haya echado en falta sean las palomitas.


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